La crítica cultural se ha convertido en un espacio de disputa discursiva donde el gesto emocional pretende, muchas veces, suplir el análisis estructural. Un ejemplo paradigmático es el artículo que revisita Los puentes de Madison desde una indignación legítima pero conceptualmente reduccionista. A pesar de sus aciertos en señalar los mecanismos de representación patriarcal, su enfoque cae en lo que la teoría crítica y literaria ha identificado como falacia afectiva: prioriza la respuesta emocional del público femenino por encima del análisis de la forma, del sistema de significación y de la complejidad narrativa que define a toda obra cultural.
Según el New Criticism, esta falacia impide reconocer la autonomía del texto y somete su sentido a la reacción del receptor. De esta forma, la película queda reducida a una función moral, como si la única posibilidad estética fuese la identificación o el rechazo. Este modo de leer Los puentes de Madison no solo anula los múltiples niveles de lectura posibles, sino que además clausura el diálogo con el texto, sustituyéndolo por una denuncia cerrada que impone una lectura única: la de la traición de una mujer a su deseo.
Paradójicamente, esta actitud reproduce otra falacia señalada por el New Criticism: la falacia intencional. A pesar de declararse crítica hacia los autores, el artículo les adjudica una voluntad moralizante explícita, como si la obra tuviera un mensaje claro y unívoco ("castigar el deseo femenino", "proponer la resignación como modelo vital") que se puede deducir directamente de su desenlace. Pero, como ya explicaba T.S. Eliot, una obra literaria no se define por las intenciones del autor, sino por su estructura interna, por las tensiones que articula y los conflictos que deja sin resolver. Y eso es precisamente lo que Los puentes de Madison dramatiza: un conflicto irresoluble entre deseo y responsabilidad, entre el yo individual y la red simbólica que lo sostiene.

Desde esta perspectiva, una crítica verdaderamente feminista y literaria habría hecho bien en recurrir a las herramientas de la pragmática literaria o de la estética de la recepción, tal y como las desarrollaron Jauss o Ingarden. Una obra no puede ser juzgada únicamente desde las expectativas frustradas del espectador contemporáneo, sino que debe ser analizada dentro del horizonte de sentido desde el que se produjo. ¿Qué operaciones simbólicas articula la película? ¿Qué lugar otorga a la voz femenina? ¿Cómo se construye el deseo y qué elementos lo reprimen o lo subliman?
Más interesante habría sido, por ejemplo, leer la figura de Francesca desde la óptica bajtiniana del dialogismo. Porque lo que presenta Los puentes de Madison no es un discurso cerrado sobre la identidad femenina, sino una conciencia desgarrada, atrapada entre múltiples voces sociales, culturales y afectivas. Francesca no representa un modelo, sino un conflicto de subjetividades. El lenguaje no es aquí transmisor de una verdad, sino campo de tensión entre lo que se dice y lo que se calla, entre la palabra y la mirada, entre el gesto y la renuncia. Una lectura formalista o estructuralista —a lo Jakobson o Lotman— podría incluso mostrar cómo el montaje, la fotografía y los silencios construyen un efecto de extrañamiento emocional, que desautomatiza el relato romántico para exponerlo en su contradicción.
Por otro lado, desde una crítica feminista de mayor calado teórico (como la de Julia Kristeva, Hélène Cixous o Nancy Fraser), no bastaría con reclamar finales felices para las mujeres en el cine. Tal gesto puede devenir en un feminismo liberal de consumo, que exige representaciones empoderadoras sin interrogar las condiciones de producción simbólica del deseo. El deseo de Francesca no es una esencia reprimida que simplemente espera ser liberada: es una construcción cultural, históricamente situada. Y precisamente ahí radica su potencia crítica: no en lo que el personaje hace o deja de hacer, sino en cómo el relato dramatiza las tensiones entre el deseo, el deber, el cuerpo y la comunidad. ¿No es esto más complejo que acusar a Eastwood de no “dejarnos ser felices”?
En esencia, esto es crítica y teoría feminista
Otra debilidad significativa del artículo radica en su adhesión implícita a una concepción realista e intencionalista de la obra, que presupone que el relato es una reproducción de la ideología de sus autores o del entorno patriarcal. Sin embargo, una mirada atenta desde el estructuralismo literario —inspirado en Saussure y desarrollado por autores como Barthes o Culler— permitiría desmontar esta idea simplista. La obra literaria, o cinematográfica en este caso, no se reduce a un reflejo de la ideología dominante ni a un conjunto de mensajes transparentes; es un sistema simbólico abierto, una estructura de significados en tensión, susceptible de múltiples lecturas que interactúan con códigos culturales cambiantes.
Desde esta perspectiva, Francesca no encarna únicamente la sumisión al mandato patriarcal, sino que funciona como un signo ambiguo en un relato polifónico (aunque no plenamente dialógico), que interroga tanto el deseo como su límite. Barthes —cuando proclama la "muerte del autor"— nos insta a leer no desde el sujeto productor, sino desde la textualidad como espacio de juego, de significación múltiple. Lo que el artículo enjuicia como sumisión puede leerse también como indecidibilidad, como una suspensión de la resolución narrativa que justamente expone la violencia simbólica del modelo hegemónico de mujer sin glorificarlo.
En este punto, sería más productivo aplicar el enfoque de la semiótica literaria de Lotman, que nos recuerda que en el arte "todos los elementos significan". La escena del coche, la lluvia, el silencio, los gestos mínimos entre Francesca y Robert no son simples marcadores sentimentales sino estructuras significantes que codifican una retórica de la tensión interna, del exilio afectivo, de la insatisfacción como textura existencial. Si todo elemento en la obra posee una función semántica —como decía Lotman—, entonces no basta con reprochar el final: hay que analizar qué efecto de sentido produce esa clausura, qué universo simbólico representa y qué tipo de lector construye.
De ahí que sea especialmente limitada la forma en que el artículo reduce el debate a una lectura binaria: huir o quedarse, patriarcado o liberación, felicidad o castigo. Pero la crítica literaria no opera en esos términos dicotómicos. Como explicó Mukarovsky desde el estructuralismo checo, una obra puede adquirir valor estético en tanto que modifica o tensiona las normas culturales en las que se inserta. Y esto implica que el sentido de la renuncia de Francesca no es fijo: se constituye en la relación que establece con sus lectores/espectadores, en la distancia estética (Jauss) que separa sus expectativas del resultado narrativo. Precisamente ahí, en ese desfase, radica el potencial crítico de la obra.
Como recordaba Roland Barthes, la crítica literaria no debe ser nunca un dogma sino una lectura productiva. Y en ese sentido, el verdadero desafío no es indignarse ante la renuncia de Francesca, sino leerla hasta el fondo: con todos sus matices, sus contradicciones, sus silencios y sus excesos. Solo así podremos entender qué dice realmente Los puentes de Madison sobre el deseo femenino, sobre la estructura familiar, sobre el tiempo y la memoria… y también, sobre nosotrxs mismxs.
Y pasando a una crítica bien fundamentada en periodismo cultural, el artículo Cómo la Derecha Radical Capturó la Cultura de The New Republic argumenta que el auge de la derecha radical en la cultura popular no se debe principalmente a un cambio ideológico del público, sino al colapso del modelo de negocio tradicional de Hollywood y al surgimiento de un "limo" cultural (slop): contenido intelectualmente pobre, emocionalmente estéril, impulsado por datos y optimizado para clics. La autora, Ana Marie Cox, explica que Hollywood, en su intento por mantenerse relevante en un panorama mediático transformado por el streaming y plataformas como YouTube, ha experimentado un "despertar" (awokening) con iniciativas de diversidad, seguido de un posible "despertar inverso" (unwokening) ante la disminución de audiencias. Sin embargo, estas estrategias son presentadas como superficiales y reactivas a la crisis subyacente de la industria.
El verdadero desafío para Hollywood no es la competencia ideológica de medios de derecha como The Daily Wire o PragerU, sino la avalancha de contenido "limo" generado por creadores individuales y canales de YouTube que priorizan el engagement algorítmico sobre la calidad o la narrativa. Estos canales, aunque a menudo producen contenido de "pornografía de desastres familiares" o trucos elaborados, capturan una enorme cantidad de atención y dólares publicitarios, dejando atrás a los estudios tradicionales.
La autora destaca que la decisión de YouTube de dejar de producir contenido original en 2022 fue un momento crucial, consolidando la "gig economy" como el modelo predeterminado para la cultura popular. Mientras tanto, figuras de la derecha encuentran una audiencia masiva en plataformas como YouTube y podcasts, ofreciendo una ilusión de conexión humana en un panorama cultural cada vez más dominado por contenido deshumanizado.
Finalmente, el artículo sugiere que la crisis de Hollywood no es solo una cuestión de ideología, sino una pérdida de la base económica que permitía la creatividad y la toma de riesgos. La industria está abandonando a los creadores humanos en favor de contenido generado algorítmicamente, lo que conlleva una pérdida de la capacidad de la cultura para desafiar y transformar a su audiencia.
Algo a pensar también es este artículo de Nicolas D Villarreal explora la sorprendente tesis de que el deseo de estar loco, de ser demente, es una fuerza motriz fundamental detrás de muchos movimientos nacidos en el ciberespacio en los últimos 20 años, citando ejemplos como Anonymous, Gamergate, Qanon y varios movimientos políticos. El autor contrasta esta idea con la afirmación del psicoanalista Jacques Lacan de que el deseo de estar loco no necesariamente conduce a la locura, una observación que Villarreal sugiere que ha sido desafiada por los fenómenos de la era de internet. La clave para entender esto radica en la noción de que la ruptura de las instituciones socializadoras tradicionales en las sociedades democráticas liberales modernas ha permitido que los individuos, especialmente los que describe con el arquetipo del "Young-Boy", auto-generen su propia socialización e ideología en línea.
El "Young-Boy", inspirado en la obra de Baroque Spiral, no es necesariamente un niño literal, sino un conjunto de signos y comportamientos que representan la rebelión contra la docilidad y el consumismo pasivo personificados por la "Young-Girl". El comportamiento "Chuunibyo", o las delirios de grandeza de los estudiantes de secundaria japoneses, se presenta como una faceta de esta psicología del Young-Boy. Estos individuos en línea se aferran a significantes que encuentran en el ciberespacio, otorgándoles una gran importancia como amenazas al orden existente, cualquiera que sea su concepción de ese "orden". La variedad y el carácter esotérico de estos puntos de oposición simbólica son el resultado directo del colapso de la socialización, donde la pérdida de clubes, partidos políticos, iglesias y una cultura mediática común ha dejado un vacío que internet ha llenado, permitiendo la auto-socialización basada en el deseo de ser diferente y desafiar las normas.
Y para terminar y desengrasar, podéis comprar por un euro la colección de Oddworld. De pequeño jugaba a Oddworld: Abe’s Oddysee en un ordenador prestado que no siempre funcionaba. Me aprendí los ruidos guturales de Abe de memoria. Saltaba entre plataformas mal diseñadas para hacerte fallar, me escondía de los Sligs, y repetía hasta el cansancio niveles imposibles con un botón de quick save mal usado. Pero no era solo un juego: Oddworld era una forma de existir en otro plano.
El artículo de Default Blog dice que en el ciberespacio “la delusión es poder”. Que toda la fantasía que nos parecía emancipada, toda la identidad que creímos liberada por lo digital, es hoy mercancía estética. No podía dejar de pensar en Abe, en su cuerpo de esclavo industrial escapando de RuptureFarms. Un avatar grotesco que arrastraba su vulnerabilidad por pasillos pixelados donde la violencia era tan rutinaria como la maquinaria que lo quería triturar. ¿Cómo no íbamos a enamorarnos de esa ficción?
Volver a jugar ahora a Oddworld: New ‘n’ Tasty, su versión remasterizada, me resulta tan inquietante como dulce. Está en Steam, en Switch, en cualquier sitio. Luce mejor, claro. Pero algo en esa belleza HD me hace ruido. Como si le hubieran planchado la angustia. Como si los bordes afilados de la pesadilla hubiesen sido pulidos para vendernos un recuerdo sin riesgo. Una nostalgia higienizada.
Y, sin embargo, lo compro. Lo descargo. Lo juego. Porque el mundo de Abe sigue siendo una metáfora de este: una fábrica que devora cuerpos, un sistema donde la fuga solo es posible si aprendes a comunicarte con otros, si guías a quienes no saben hablar tu idioma, si usas la voz para liberar en vez de someter. Follow me, decía Abe. Wait.
No sé si lo jugaba para evadirme o para ensayar formas de resistencia. No sé si el consuelo era el juego o el tiempo fuera del mundo que me regalaba. Pero sé que esa estética industrial, viscosa, triste, me hizo entender algo del poder que tiene la ficción: puede ser delirio, sí, pero también consuelo, refugio, rito privado. Aunque ahora lo vendan en formato remaster.
Eso es todo por esta semana, ¿con qué no perder el tiempo? Pues con la enésima adaptación de Camilla Läckberg en forma de La cúpula de cristal. Y eso, prometo no ser tan plomizo y denso la próxima vez. Buena semana y hasta la próxima, ¡gracias! ^_^